A veces te atrapa la extraordinaria y armónica belleza de un prado salpicado de vida. Aquella madrugada, un montañero cambió el silencio y la soledad de la cumbre por el ajetreo del herbazal y sus grillos, la dehesa y su autillo, el piedemonte y su cárabo. En medio de la noche, escuchó reír al chotacabras y ladrar al corzo. Ajena a la fiesta, una vieja encina navegaba sobre un tapiz de malvas, amarillos y violetas..
El último rayo de Luna jugaba al escondite entre las nubes cuando el prado se empezó a llenar de crepúsculo.
Termina la magia.
El montañero hoy se hizo pastor, y gozó en el pasto casi tanto como en sus montañas. Un día más comprobó que el secreto de la felicidad viajaba en una palabra en desuso: CONTEMPLAR, y sin pensarlo dos veces la guardó en un viejo macuto, junto a la bota de vino, para que la contemplación fuera más… completa.
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