Quién sabe cómo habría llegado hasta allí, y cuánto tiempo llevaría en precario equilibrio amenazando con rodar hasta la garganta de la Camorza. Muchas veces, en la soledad de mis paseos por la Pedri, me siento frente a sus muros graníticos y juego a reconstruir el puzzle de lajas caídas y piedras caballeras que salpican el paisaje. Pienso en lo insignificantemente breve que es la duración de la vida, un fugaz parpadeo, en medio de ese caos de rocas que me rodea por todas partes y en el sinsentido que supone pasársela refunfuñando por pequeñeces…
Y sigo jugando.
Mientras esperábamos la salida de la Luna llena ellos también jugaban.
La pequeña mole les desafiaba con sus vértices angulosos y sus cristales afilados de cuarzo y feldespato. “Venga, subid si tenéis agallas”, parecía decirles esbozando una media sonrisa con forma de diaclasa.
La Luna llena se asomó tímidamente entre las nubes justo en el instante en el que ella se agarró con decisión al canto bueno y flotó sobre el cielo de Madrid. Esa misma decisión que le había llevado a saltar del sofá un par de horas antes cuando le llegó un inesperado “¿te vienes?” al móvil.
Porque llenar este breve y fugaz parpadeo de pequeñas e insignificantes locuras es algo que siempre merece la pena.
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