Cuando el Domingo a las 6 salía de Cotos caminaba solo, mi compañero de cordada se había quedado dormido. El viento me empujó al bosque en vez de a las cumbres. Allí me esperaba una gruesa capa de nieve compacta, de suave quejido y amable chirriar. Nieve que se transforma a partir del desvío hacia la Laguna de los Pájaros en una preciosa alfombra natosa, limpia, virgen, nieve callada, hermoso vestido y penoso progreso.
Vamos, que meto la pierna hasta la rodilla y más allá (…) mientras voy abriendo huella a una velocidad de crucero que permitiría disfrutar muchísimo del paisaje si viera un poco más allá de donde terminan mis narices.
Y llevado del empacho del momento (o del mal de altura qué sé yo) arranca una profunda reflexión:
Extraña responsabilidad la del dominguero que abre huella a los cientos de montañeros que vendrán más tarde, un despiste y nos vamos todos al “huerto”, el camino en la oscuridad de la noche ni se intuye, sigo el rastro que dejan sobre la nieve las huellas de las alimañas, seguro que ellas conocen bien la zona. A veces desearía flotar para no quedar en evidencia, para no ser el tema de sobremesa del aperitivo en la Venta: “Vaya con el madrugador, menuda huella que ha hecho, el tío nos ha metido por todo lo malo… seguro que era uno de esos domingueros”. Por eso respiro aliviado cuando encuentro alguna señal del PR o alcanzo el mirador de Javier.
Comienza a clarear cuando llego agotadito a la zona de las lagunas.
Y allí queda la huella.
Y allí queda esa otra huella
La que dejan esa multitud de padres y madres generosos que marcan entre dudas y esfuerzos el sendero a sus retoños.
Huella del amigo que te abre camino en las horas bajas.
Huella del maestro.
Huella de un chiste de Lunes
De un compañero de trabajo que ve el vaso medio lleno.
Mi huella.
Tu huella.
Me tiro sobre la nieve mientras se despereza un extraño amanecer.
A la vuelta me cruzo contigo, te doy los buenos días, en medio del vendaval. Estoy feliz de verte subir siguiendo una huella.
El caos en el aparcamiento de Cotos te devuelve a la poesía de la vida real… ¡Qué huellas ni que ocho cuartos!
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