Historia de un edredón

Con lo bien que podía estar ahora mismo enterrado bajo el edredón. Es el pensamiento que se instala en la mitad de mi cerebro cuando ascendemos pasadas las 6:30 de la madrugada por la loma de Dos Hermanas. La otra mitad anda atrapada con una de esas melodías pegajosas que suenan en las radio fórmulas. Por lo menos no es la de “despacito” suspiro aliviado y, en silencio, sigo abriendo huella en una nieve pesada, tardía, pegajosa… Alcanzamos el cordal y nos da los buenos días, o noches, un viento constante del oeste. El termómetro roza los 5 grados bajo cero y la sensación térmica rondará los -10ºC. Creo que he visto pasar un edredón de pluma de ganso. El viento levanta una fina niebla que descansaba tranquila en la ladera segoviana y que por momentos vela la Luna y difumina el camino.
Vuelvo a tararear la dichosa canción.
Me ajusto la capucha.
Acaricio el edredón.
Y entonces ocurre.
Casi de repente se desenredan las nieblas.
Y la más impresionante paleta de lilas, fucsias y magentas que haya visto jamás, tiñe el cielo, la nieve y las nubes de colores oníricos.
Tan absorto estoy que no quiero sacar la cámara y pienso en guardarme ese tesoro para mí. Son unos instantes de razonable egoísmo. Entonces te veo a mi lado, pidiéndome que te preste mis ojos para aliviarte el ansia de monte, de ese monte que por ahora no puedes subir. Te veo bebiéndote estos relatos, sintiendo el frío en la mejilla, como antes; escuchando crujir la nieve bajo tus pies, como entonces; escudriñando el sendero entre las nieblas, como siempre. Y aunque no te conozca te diré algo que me pareció escuchar entre las brumas de aquel amanecer increíble: Llegará el día en el que volverás a escuchar cómo silba el viento por las laderas del Guadarrama y tararearás pegadizas canciones mientras ves edredones voladores que te susurran vuelve conmigo. Y hasta que llegue ese día… te presto mis ojos.

 

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